De acuerdo a la tradición, “La Inmaculada Madre de Dios y siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrenal, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo” (Constitución Munificentisimus Deus, 1950)
Como Iglesia, elevamos nuestra mirada a María, Madre de Dios, como predecesora de nuestra peregrinación en la fe, ese caminar animado por ella que caminó al lado de su Hijo. La fiesta de la Asunción, cuarto misterio glorioso del Santo Rosario, nos remite a la esperanza de contemplar la Gloria de Dios al final del camino.
“Entre tanto, la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo” (Constitución Dogmática Lumen Gentium)
Esperanza gozosa
Como después de la Encarnación, esperando gozosos el nacimiento del Salvador, esperamos ahora el día en que habitaremos con Él para siempre. Ella, que acompañó a Jesús, nos acompaña ahora, nos alienta e intercede por nosotros.
En tiempos de prueba, María es recurso ordinario, la Madre Buena que nos da esperanza, fuerza y fe para seguir adelante.
La victoria final
Jesús, con su resurrección, venció al pecado, a la muerte, y nos abrió el camino a la vida eterna. María, la Madre de Dios, fue la primicia de este regalo de Jesús, la primera en gozar de esta victoria final sobre la muerte.
“(…) en todo esto salimos vencedores, gracias a aquél que nos amó” (Romanos 8, 37)
Esta declaración de Pablo se ve materializada, en primer lugar, en María. Al ser elevada al cielo, recibe la corona de victoria ganada por su Hijo para cada uno de nosotros. En ella, Dios nos muestra lo que hemos de esperar.
«La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos» (Catecismo de la Iglesia Católica #966).
El misterio de la Asunción de María nos invita a detenernos un momento y reflexionar sobre el sentido de nuestra vida, sobre lo que nos espera al final: la vida eterna, con Dios, la Virgen, los ángeles y santos.
La presencia de María en el Cielo, gloriosa en cuerpo y alma, como se nos ha prometido a todos los que hagamos la voluntad de Dios, nos llena de esperanza en felicidad eterna.